La experiencia de la obra es, para el sujeto, la experiencia de un extrañamiento –de sí– precisamente allí donde se le imponía la necesidad del reconocimiento, y ello de manera múltiple: el reconocimiento en la obra y en lo que ella muestra, en el propio aprehender de lo que se muestra, el reconocimiento en el mundo a que pertenece la obra y en el suyo propio, el reconocimiento consigo y con los otros, por ejemplo, en el común denominador de un público. Porque, me atrevería a decir, ninguna obra está destinada a un público, y no hay un público de la obra de arte, así como tampoco le concierne ninguna vivencia intransferible que alentase en la intimidad de un sujeto previamente constituido. La experiencia de la obra disloca al sujeto respecto de sus pequeñas y grandes certidumbres de sentido, lo disloca en sí mismo, y esta dislocación –que lo constituye– es un inquietante goce, anterior, entre otras cosas, a cualquiera distinción entre lo privado y lo público.