“¿Quién quiere que Colo-Colo no muera?”. El 14 de mayo de 2005, en una asamblea del Club Social y Deportivo Colo-Colo, el más emblemático y exitoso de Chile, con ochenta años de historia, la sociedad anónima Blanco y Negro inició la toma de control con esa pregunta. Entre amenazas a quienes se oponían, los socios aprobaron que Colo-Colo se convirtiera en el primer equipo de fútbol de Latinoamérica en ser administrado por una concesionaria abierta en bolsa, operación que prometía revolucionar el deporte favorito de los chilenos. Tres años antes Colo-Colo había sido declarado en quiebra. Con su privatización, Blanco y Negro aseguraba que cualquier colocolino o colocolina iba a poder ser parte de la propiedad de una institución saneada, capaz de volver a ganar la Copa Libertadores. Pero las copas que vinieron no fueron las prometidas. Y quienes pasaron a tomar las decisiones fueron los accionistas mayoritarios. Allí recalaron políticos de derecha, grandes empresarios y avezados inversionistas de Sanhattan. Además, para controlar de verdad a Colo-Colo los peces gordos de Blanco y Negro apostaron por ganarse a los líderes de su barra brava, la temida Garra Blanca. Blanco y Negro no inventó la violencia en el fútbol, ni las regalías a los dueños del bombo, pero acabó sirviéndose de ese flagelo, que había prometido erradicar. En 2012, un joven de Peñalolén fue asesinado a puñaladas por barristas de su propio equipo. El crimen, que no sería el único, rompió un código no escrito y desató una guerra feroz al interior de la barra. El 17 de febrero de 2021, enfrentando a Universidad de Concepción, por primera vez en su historia Colo-Colo estuvo a 90 minutos de bajar a Primera B. Mientras, en Blanco y Negro las disputas chorreaban descalificaciones, filtraciones a la prensa y ofensivas legales. Todo por el control de un club que es parte indisoluble de la identidad nacional. Aquel a cuya arenga le sigue una vieja y conocida respuesta: “¿Quién es Chile?”.