Aparecida esta obra a mediados de 1973 por la Editorial Quimantú, en momentos que el país se acercaba a la hecatombe de su quiebre institucional, no deja de ser aún para mí un acto gratuito, no tanto por su posible inocencia, sino porque como un ciudadano más no supe advertir el tiempo que sobrevendría. De ahí que el recuerdo de la aparición de este primer libro, ligado de mi parte más a aquella época que a su contenido literario, me trae a la memoria la culpa que como posible generación no supimos asumir ni menos enfrentar, si bien el libro fue censurado y retirado de circulación por la dictadura. Pasados los años, tras el regreso a la ardua democracia, hoy Fuegos artificiales lo observo como un pecado de juventud, irremediable quizás entonces, por considerar que la imaginación, al modo de un juego de palabras, sólo respondía ante sí misma.