La cuenca de sus ojos era ancha y profunda, como si hubiesen esculpido dos esferas en su rostro. Sus huesos tenían un color parduzco que se asemejaba a una piel bronceada y saludable; aquello le daba una consistencia tan vívida al esqueleto que Emilia no sintió miedo. Era una momia bella, bellísima. La mantenían recostada en la sala principal del museo, pues su hallazgo había conmocionado a la ciudad de San Pedro de Atacama y para la niña significaba el inicio de extraños acontecimientos.