“Érase una vez, en la lejana Persia, un rey llamado Shahriar que fue traicionado por su esposa y decidió no volver a confiar en ninguna otra mujer. Durante los años siguientes, cada noche desposaba a una doncella y, a la mañana siguiente, la hacía ejecutar. Hasta que la inteligente hija de su visir, Sherezade, ideó un plan: cada noche contaba al rey una historia y la dejaba inconclusa, prometiendo continuarla la noche siguiente. Así, se salvaba de la muerte, mientras comenzaba un nuevo relato, asegurándole que sería aún mejor que el anterior”.
Las mil y una noches es, sin duda, uno de aquellos libros de cuentos clásicos que resuena en todos, aunque nunca lo hayamos leído. Este libro surge de la tradición oral de Oriente Próximo, y la versión que conocemos hoy fue recopilada en el siglo XVIII por el francés Antoine Galland. A partir de él, nace el mito de los relatos irresistibles que Sherezade narraba al Rey cada noche: cuentos seductores, poderosos y hasta mágicos, que le permitían extender su vida un día más, hasta el siguiente relato.
Es que un buen cuento tiene ese poder: te absorbe, te sumerge en su universo y no te deja escapar hasta que lo hayas leído por completo. Un cuento emplea las palabras justas. Como sostenía Horacio Quiroga en su Decálogo del Prefacio Cuentista; “No es necesario adjetivar sin necesidad; una vez que encuentras los sustantivos correctos, estos tendrán sus colores propios”. Asimismo, un cuento es un relato significativo. Por eso, Julio Cortázar en sus clases enseñaba que escribir un buen cuento implica “exorcizarlo” de uno mismo: arrancar de principio a fin a los personajes y su mundo para plasmarlos en el papel, dando todo de uno mismo para capturar al lector con la historia.
Los buenos cuentos no dependen de su extensión o personajes. Lo importante es que nos atrapen desde la primera línea hasta la última, ya que no hay palabras de más. Un cuento no tiene espacio para rellenos ni desvíos, solo para lo esencial. Por ello, como lectores, no podemos pestañear: debemos leer con atención, sin pasar por alto ningún detalle. Así ocurre en el microrrelato del escritor guatemalteco Augusto Monterroso <<El Dinosaurio>>:
“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Las siete palabras de este relato son fundamentales: su sintaxis y la ausencia de otras palabras generan un universo infinito. Este simple texto desata nuestra imaginación y nos invita a preguntarnos: ¿Quién no pudo deshacerse del dinosaurio? ¿Por qué? ¿Es acaso el dinosaurio quien acaba de despertar? ¿Dónde estaba? ¿Debía llegar a algún lugar?
Para mí, los cuentos plantean posibilidades infinitas. Nos llevan al extremo de la imaginación y ofrecen múltiples oportunidades de lectura gracias a su breve formato. Por ejemplo; son ideales cuando tenemos poco tiempo y no queremos dejar algo a medias. Podemos leer un solo cuento y reflexionar antes de comenzar el siguiente. También son una excelente puerta de entrada a nuevos autores: cuando una larga novela nos intimida, un cuento puede ser el inicio perfecto para explorar su estilo y decidir si es afín a nosotros. Además, los cuentos son aliados frente a un bloqueo lector. Si nuestro último libro nos dejó la vara muy alta o nos desilusionó, un cuento tiene el poder de atraernos desde el primer minuto, seduciéndonos tal como Sherezade cautivaba al rey noche tras noche con una nueva historia.
Macarena Fernández
Librera Librabooks
Foto: <<Clases de literatura, Berkeley 1980>> Julio Cortázar, Editorial Debolsillo.