EN AGOSTO DE 1877 ME ENCONTRABA A BORDO DE UN BARCO yendo desde Buenos Aires hasta la costa de la Patagonia, en compañía de un grupo de ingenieros que iban a estudiar la porción del país que se encuentra entre Puerto Deseado y Santa Cruz. Dejando atrás el Río de la Plata nos topamos con vientos adversos y un clima riguroso, y en consecuencia anduvimos por tres semanas a la deriva y sin poder avanzar. [.] Cuando se arriba al puerto luego de un largo viaje por mar, el repentino cambio de escena y de percepciones, el bullicio y el ruido de la actividad comercial -los buques, barcazas y otras embarcaciones pequeñas viajando de orilla a orilla; barcos amarrados a lo largo de los muelles, cargando o descargando mercadería; el murmullo bullicioso proveniente de la ciudad lejana; el encuentro con caras nuevas y el sonido de voces extrañas-; todo se combina para excitar y desconcertar al viajero, en fuerte contraste con la insípida, silenciosa y amodorrada uniformidad de la vida que uno ha estado llevando durante varias semanas de navegación monótona. Pero ninguna de aquellas escenas y sonidos que esperábamos presenciar alegraron nuestros corazones en aquel puerto desierto donde acabábamos de anclar sin problemas, luego de nuestra turbulenta travesía. Un silencio de muerte dominaba el lugar y su misterioso efecto, unido al salvajismo del paisaje que nos rodeaba -cuyas montañas escarpadas y desnudas resplandecían negras y gigantescas en el ocaso del crepúsculo-, me impactaron con una sensación indefinida de temor y admiración. Y no desarmonizan con el lúgubre espíritu de soledad que cubre San Julián, los trágicos recuerdos de las tres famosas expediciones náuticas que alguna vez visitaron sus costas inhóspitas.