Confucio es el más práctico de los grandes maestros. Enseñó sobre el poder y lo buscó sin alcanzarlo. Despreció la épica y veneró la lírica. Ignoró el martirio y la iluminación. Conoció el fracaso corriente, la semisonrisa resignada. Calló sobre el más allá. Falleció de viejo, sin aparato. Porque despreciaba el desorden y amaba a los clásicos, Confucio parece conservador. En realidad, es el visionario de la más limpia y duradera revolución que se conozca. Fijó para los confucianos un estándar de competencia tan elevado que estos acabarían siendo “maestros de todo el mundo”, solicitados por el mismo orden que venían a reemplazar. Total y milenario, ese triunfo era en el fondo humilde: enseñó la condición civilizada, no una doctrina; encarnó la educación, no una escuela. Esta enseñanza, “en el camino la más sublime”, nace hace dos milenios de estos dichos y silencios, aquí antologados por Adán Méndez. Con erudición y cercanía presenta la fuente clásica, las Analectas, y estudia la intención política franca e inmediata de Confucio, su ironía afilada y divertida, la inmanencia única de las ideas y la mística de quien “… en los destinos de la humanidad figura como par de Sócrates, y ambos como pares laicos del Buda y Jesús”.