El tema del padre es recurrente en literatura. Ejemplos sobran: ahí están los libros emblemáticos
de autores como Kafka, Carver y Auster, por nombrar unos pocos. Un símbolo poderoso y
complejo que tanto representa el dominio, el valor y la figura de autoridad, como la búsqueda
del cielo inalcanzable, la trascendencia y finalmente el vacío (el padre como Dios o su falta). Su
enorme riqueza, tal como las infinitas variantes de un mito, está en que se repite cada vez de
manera distinta. Y es el hijo el que la reconstruye, buscando, en esa especie de archivo
comprimido que es la memoria afectiva, respuestas, sentido y alguna forma de expiación.
Dependerá, entonces, de los atributos de esa narración (o de sus versos), la posibilidad de
captar nuestro interés y de representarnos, como lectores, la naturaleza y las sutilezas de ese
vínculo. Y esto es exactamente lo que logra Gonzalo González a partir de la primera página de
este relato, gracias al pulso de artesano fino con que construye la trama y a la vivacidad de los
personajes que la rondan: avezadas tácticas narrativas, poco frecuentes en una primera novela.
Fácilmente, también, participamos de las las tribulaciones del narrador, convivimos con sus
contradicciones y nos dejamos llevar por la rabia, el enojo, la ternura, la compasión o la culpa
que destilan de su ánimo incierto. Todo cruzado por las figuras de una madrastra cariñosa, un
editor esnob y un padre omnipresente. El resultado es un texto que se desliza bajo los ojos del
lector sin pausa, con un ritmo que cautiva, y que ilumina nuevos vértices de esta vieja historia,
siempre la misma y siempre otra.