Treinta años han pasado desde que Antonio Gil publicó Hijo de mí, su primera novela. Ahora podemos ver que ese libro no solo fue un debut literario excéntrico, extremadamente anómalo en el panorama
de la narrativa chilena de los 90, sino también el umbral de un largo trayecto creador en que el sótano de la historiografía y la azotea de la imaginación se funden hasta reivindicarle a la memoria colectiva un carácter aventurero y vitalista.
Resulta significativo que el protagonista de ese umbral sea el adelantado don Diego de Almagro, cuya calamitosa expedición a Chile puede considerarse justamente una incursión en lo desconocido, pero también el punto culminante de un hervidero de pasiones humanas: ambición, locura, traiciones, deseos de poder y trascendencia. En su alucinado relato, dictado a un improbable amanuense bajo el acecho cruzado de los propios fantasmas y la pena de muerte, el conquistador revisa su vida y su tragedia con su hijo en mente, ese “hijo de sí” que ilumina el horizonte de su misión postrera, que es el descubrimiento y conquista de sus recuerdos entre los demonios que lo asedian.
Hijo de mí es así la puerta de entrada a un mundo en que la novela histórica abandona sus comodidades y se abre hacia la aventura del lenguaje y la fantasía, como la realidad en el bisel de un espejo, no para evadir la historia o regodearse frívolamente en alardes literarios, sino para buscar a toda costa el pasado y hacerlo comparecer en el presente con todas sus sombras y todos sus destellos.