Si como leemos en El libro rojo, “La historia de la poesía moderna/ es la historia de las libertades que los poetas/ se han tomado con la idea del yo”, Cristián Gómez Olivares pertenece, con pleno derecho, a esa historia. Como ya ocurriera en un libro anterior, La casa de Trotsky, aquí no hay una subjetividad pura, sino una pluralidad de voces, en la que la educación sentimental se confunde con la educación política. El yo, atravesado (construido) por múltiples discursos, debe hacer frente a una orfandad radical, también en el terreno de lo colectivo, al tiempo que asume una herencia (no solo literaria) que se antoja excesiva. Se asoma así el poeta al vértigo que impone una realidad inestable. Incluso “la poesía es una cuerda floja”, voz fuera de lugar, bajo sospecha. El humor se convierte así en una estrategia imprescindible, que hace suyo ese afuera, esa inestabilidad, desde el oficio de funambulista que es tal vez el del poeta moderno. Y para no perder pie qué mejor que el fino oído con que Gómez Olivares ausculta aquí la prosa del mundo, incesante murmullo, algarabía, estruendo, gozoso o terrible maremágnum.