Creencias populares, supersticiones y pequeños rituales dan forma a los poemas de pasar la sal en la mano. Todo es para la buena suerte. Medallitas que se tiran al río, pulseras rojas atadas a la muñeca para protegernos del «mal del ojo», tréboles de cuatro hojas, amarres, limpiezas. En este libro, el espacio de lo cotidiano se reorganiza a partir de los restos de una fe que comienza donde terminan los templos: «La buena fortuna la ves en mis manos / en la forma que tomaron mis uñas / luego de años de morderlas». Así, el sentido se reconstruye en las señales que palpitan debajo de las tablas del piso, en los fósforos quemados y en las sílabas minúsculas que tejen cada conjuro.